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Que ella camina por la acera mojada, bien mojada. Que por sus zapatillas delgadas traspasaba el húmedo empapar de una calle oscura, con esa basta larga que le arrastraba y limpiaba con un chici chucu constante el pavimento hojarasca. Que sentía frío la chiquilla, harto frío la verdad, que se detuvo suspicaz en el paradero lúgubre de un barrio Franklin a las 22 horas. Esperando a que su micro llegara, esperando, esperando y esperando. Pasaban todas, todas claramente, menos la de ella, esperaba como si estuviera en el peor de los casos, en su mente también imaginaba la peor tragedia que le podía ocurrir en su volada mente nocturna y es más, pidió ayuda a cuanto primo, abuelito, tío, vecino, amigo del amigo, la madrina de la juanita (esa que vivía a la otra cuadra) , estuviera en el cielo algo más cerca del tatita dios, y que además, por obra divina fuera presisamente su ángel guardián de turno. 612, 154, 347, 169, 121, 156, 147, todas, absolutamente todas las amarillas leales compañeras pasaban y recorrían reclamonas en su quejar de chatarra vieja y descuidada, menos la de ella. Pensó entonces que siempre que encendía un cigarro, para hacer más agradable la espera, siempre siempre siempre acababa pasando la amiga amarilla tras las dos primeras piteadas, entonces prendió ese último belmont light que quedaba en la cajetilla blanda y arrugada, con pasto entre el papel y el celofán, con restos de algo de aquella tarde, con sabor a matacola y fósforos, con olor a lágrimas y posas de barro de un almagro, por primera vez lejano y egocéntrico. Sacó ese cigarro semi trizado entre asomando el tabaco cafecito por el papel delgadito que lo contiene. Cuando comenzó a buscar en su desordenado morral, un útil y preciso encendedor, era como buscar una aguja en un pajar. Entre desodorantes, rubores, tengo miedo torero, metamorfosis, cuadernos de filosofías, lápices bics, anillos de fantasía, un mitimiti del sábado pasado, un pedazo de pasto almagrino, regurgitado de raíz , la cáscara de naranja del recreo de las 10:15, que por flojera de parar de ver a esos cabros chicos bonitos jugar a la pelota, arrojó desconcentrada a ese morral atareado y maltraído; Después de toparse con cualquier extraña cosa, encontró lo que estaba buscando, el dichoso encendedor blanco que estaba medio malo para peores, la cosa es que la weona prendió el cigarro po. Prendió el cigarro, espero un minuto y la traviesa poseída 122 ex lo espejo- gonel pasó, seguida de una tran santiago que parecía más buque de guerra que bus, llamada 143 quilicura - plaza oeste, y de la tradicional esa que pasa por todos lados y que justamente llegaba a su casa porque era pulenta, la 185, el salto- clara estrella para los más amigos. Entonces y sólo porque estaba encariñada con una en especial tomó la última mencionada, le pidió al chofer que ya casi la reconocía que la llevara por la módica suma de 200 pesos. El micrero algo arrogante la mira y le dice pasa no má, le recibe las monedas que para colmo de males ni siquiera eran de cien, era un arsenal de moneditas, monedas y monedotas, de todos los colores posibles, la blanca, la dorada, la dorada casi verde por lo vieja, la café y la dorada blanca, y la blanca dorada. Al final no tiene sentido esta parte porque acabo de decir que la weona tenía sólo doscientos pesos para pagar, y ahora estoy metiendo los quinientos, pero bueno, se entiende la idea. Paga y el conductor se guarda disimuladamente el enorme depósito en el bolsillo de la parca y continúa jugando con el humo como si estuviera dándole besos, los más apasionados, cerdos y salvajes, a ese humo de sexo femenino, supongo, nunca termina uno con las sorpresas. Pasa, la micro venía repleta, entre la señora del bolso de viaje, entre el “oye hermano deja la pasta” resonando y haciendo vibrar su oído ansioso de risas producto de ese peculiar canto y el sabor de esos timbales. llega a su casa y el bajón y el reto respectivo.